top of page
Adopción de Corazón

Y tú ¿a quién te pareces?

Mi historia comenzó en el corazón de Dios. Mi mamá biológica me tuvo en su vientre pero luego decidió darme en adopción. Al nacer estuve un tiempo con ella y mis hermanos en el hospital hasta que un día mis papás adoptivos me recogieron con amor.

Crecí en una familia no cristiana que me adoptó luego de 8 pérdidas de embarazo. Previamente este matrimonio también habían adoptado a mi hermano mayor. Fui creciendo con la verdad de la adopción, tengo recuerdos de jugar con mis muñecos bebés y de mi mamá recordándome que yo no había nacido de su vientre, sino que había sido adoptada. Pero no fui consciente hasta que en una oportunidad, en el jardín, unas niñas me dijeron, “¿Vos a quién sos parecida?” Me ví y no era igual a ninguno de mis padres. Eso empezó a resonar en mí mente y corazón. Cuando se hablaba de la familia en la escuela, solía enojarme y frustrarme por dentro. Yo quería parecerme a alguien en este mundo. Un día al regresar del jardín, mí hermano le preguntó a mí mamá porque todos éramos tan distintos y ella nos volvió a recordarnos que éramos adoptados. Ahí entendí que iba a ser difícil que encuentre alguien que se parezca a mí y yo a él o a ella.


Crecí con varios problemas relacionales con mis papás. Observaba a mi familia adoptiva cenar y pensaba: No es mí familia en verdad, ¿que nos hace familia? ¿realmente soy parte? ¿Porque soy distinta? Constantemente tenía un conflicto interno: quería encontrar a mi mamá y saber que me parecía a alguien. Entre los 6 y 8 años solía tener una rutina de sentarme en la ventana y ver a la gente pasar creyendo que si mí mamá biológica pasaba, yo iba a estar segura de reconocerla. Cuando mis papás adoptivos me corregían, por dentro pensaba, ¿Qué hubiese hecho mi verdadera mamá? Los problemas de identidad fueron aumentando; no encontraba a nadie que me entendiera y con mis papás me costaba encontrar conexión por nuestras diferencias innatas y por lo pensamientos de una familia paralela que creé en mí mente.


En la adolescencia estaba segura que mis problemas se iban a solucionar si encontraba a mí mamá biológica; era lo único que me importaba. Cuando cumplí 18 años obtuve mis papeles de adopción con el nombre de mi mamá biológica y su dirección. Decidí ir por mí cuenta y al llegar no encontré nada. Mi sueño de encontrar a alguien que se pareciera a mí se rompía.


Años más tarde mi padre adoptivo falleció y la relación con mi madre no mejoraba. En ese entonces conocí a Jesús como el que "me creó a su imagen y semejanza" (Génesis 1:27). Después de un tiempo y proceso de conocerlo más, me convenció de que “Él nos da un espíritu de adopción que nos permite clamar, ‘Abba, Padre!’" (Romanos 8:15), pero que para clamar primero necesito reconocerme hija necesitada de un papá.


Papá, con lazos de amor, me fue trayendo a su corazón y permitiéndome verme en Él. Fue clave el rol de mi discipuladora, Andrea, que sin importar mis arranques de rechazo y rebeldía, me siguió amando: no por lo que hacía, sino por quién soy. Entendí que ninguna persona podía llenar el vacío en mí que le corresponde a Dios; Él lo completa todo. Al caminar en el discipulado, me fui sanando al llevar mi historia a la luz de la palabra de Dios.


Unos años después de mi primer intento, tuve la oportunidad de llamar por teléfono a mi mamá biológica. Andrea me preguntó si estaba segura de llamar. Yo le dije que sí, porque aun si me rechazaba otra vez, mi identidad ya estaba firme en Jesús. Marcamos el número y empezó a sonar el celular, hasta que nos atendió. En ese momento mi panza se estremeció; escuché su voz. Andrea tranquilamente contó quién era y le dijo que se encontraba junto a su hija, que yo quería poder conocerla para agradecerle por darme la oportunidad de vivir y contarle los milagros que Dios había hecho. Ella aguardó en silencio hasta que respondió, "Yo no puedo hablar. Chau." Terminó la conversación.


Nos miramos y Andrea me abrazó. Aunque me hubiera gustado conversar con mi mamá, esta vez pude ver el cuadro completo y entender su dolor al dejarme por las circunstancias que le había tocado atravesar. Una vez más recordé que mi identidad, no dependía de esa llamada sino de Dios quién me había dado la vida. Sí lloré, pero también pude sentir la paz de Papá Dios. Ver a Andrea a mi lado me hizo entender que sí tenía una familia, amigos, gente que me amaba y me reflejaba el amor de Dios. ¿Qué más necesitaba?


~~~~~~~~~~


Cuando conocí a Andrea ella me había dicho "el día que puedas sanar y ver tu historia en Dios, vas a ser usada de gran manera". Eso lo atesoré. De chiquita jugaba a cuidar niños huérfanos, sabía que había otras personas en mi situación y quería ayudar, pero desde mi dolor. Mi visión de familia fue cambiando de un modelo en la que cada integrante hacía lo que quería, para un ambiente de aprendizaje, amor, contención, debates y discusiones que se resolvían dialogando, sin violencia ni maltrato. La familia como el diseño original de Dios es un hogar para restaurar vidas con el Evangelio. Basado en mi propia experiencia afirmo que al trabajar con niños, adolescentes y jóvenes quebrantados no debemos cansarnos de hacer el bien en todo momento, porque traerá frutos y en abundancia en el tiempo perfecto de Dios. (Gálatas 6:9-10)


Comencé a soñar con la visión de un mundo sin huérfanos y a convencerme de que debía involucrarme en esta esfera de la sociedad. Hoy en día formo parte del equipo de coordinación de WWO Latinoamérica (Un Mundo sin Huérfanos, en inglés: World Without Orphans). Este movimiento trabaja para que no haya niños ni adolescentes en situaciones de vulnerabilidad sino que por medio de familias sean abrazados y fortalecidos en su identidad en Dios.


Con WWO a nivel regional y en mi país con "Argentina Abraza en Familia," facilitamos comunidades de aprendizaje entre distintos líderes cristianos e iglesias, para un acceso más amplio de asesoramiento, capacitación, intervención y apoyo espiritual en conjunto en el acompañamiento de niños en situación de vulnerabilidad. Trabajamos juntos para que podamos alcanzar a más niños.


Nadie puede borrar mi historia, pero Jesús la pudo restaurar, sanar y transformar para su gloria. Hoy no veo la herida; veo la cicatriz que me recuerda a un Papá que está conmigo en la barca en todo momento y nunca se bajará de ella. Al servir a otros y reconocer que Dios escribe nuestra historia, seguimos sanando. Jesús es más que suficiente para transformar la historia, pero se necesita de una Iglesia despierta y viva, con corazón de familia, dispuesta a salir de su zona de confort para abrazar al huérfano (biológico, espiritual o emocional). Sigamos avanzando y soñando juntos por UN MUNDO SIN HUÉRFANOS.



Escrito por María de la Paz "Pachi" Zabala.



201 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Comments


bottom of page